Investigar o No Investigar

Investigar o No Investigar

Tres Lecciones de la Historia


Hace casi cuatro siglos, un astrónomo italiano llamado Galileo, utilizando uno de los primeros telescopios, demostró la premisa de que el Sol no gira alrededor de la Tierra sino que el giro de la Tierra sobre su propio eje crea la ilusión de que el Sol se mueve por el cielo. En desacuerdo con lo que se creía en aquel tiempo, Galileo afirmaba que el Sol es el centro de nuestro sistema planetario y su creencia le valió una estancia en la cárcel.

       A pesar de los esfuerzos de este científico, la gran mayoría de los maestros religiosos seguían creyendo equivocadamente que los planetas y el Sol daban vueltas en torno de la Tierra y cualquiera que contradijera esta enseñanza fue calificado de «hereje». Muchos de estos maestros y sus seguidores ignoraban que lo que les decía Galileo era la verdad debido, en parte, a su desgana para iniciar una investigación sincera de la información que estaba a su alcance. Esto demuestra que cuando el hombre no pone a prueba sus creencias, es muy posible que se halle más lejos de la verdad de lo que pensaba.

       Otro ejemplo de esta regla de la vida se ve en la antigua superstición de que la tierra es plana. Si no hubiera sido por la valentía de algunos que sometieron a prueba esta creencia errónea, posiblemente hoy en día no osaríamos aventurarnos demasiado lejos en nuestras naves, por miedo de caer por el borde del planeta.

       (En realidad, estos exploradores no tuvieron que ir tan lejos para saber que nuestro mundo es redondo. Más de dos mil años antes de este descubrimiento, la Biblia ya había afirmado que «[Dios] es el que está sentado sobre la redondez de la tierra, cuyos habitantes son como langostas; Él es el que extiende los cielos como una cortina y los despliega como una tienda para morar»[1]. ) Abundan los casos en que una investigación honrada de convicciones comúnmente aceptadas por el gran público ha redundado en beneficio de la humanidad. Un análisis justo de los hechos, respaldado por una actitud sincera y sin prejuicios, nos puede librar de las cadenas de la ignorancia y animar a vivir sin miedo a lo desconocido.

       Por contraste, cuando no se ponen a prueba las creencias generalmente aceptadas por la mayoría, a veces terminamos siendo perjudicados. Considérese este tercer ejemplo tomado del mundo médico:

Hace cien años, el médico Ignaz Semmelweis hizo pública su preocupación porque los facultativos añadían riesgos indebidos, que suponían un peligro para sus pacientes, al no lavarse las manos antes de realizar intervenciones quirúrgicas o asistir en los partos. Incluso inmediatamente después de haber practicado autopsias en cadáveres de fallecidos por enfermedad, los cirujanos pasaban directamente a otra sala para asistir en un parto, sin aclararse siquiera las manos. ¿Cómo se recibió esta nueva información? Los colegas del doctor Semmelweis lo condenaron y denostaron sin piedad, acosándole hasta que tuvo que abandonar su profesión[2].

       ¿Sabe usted si hoy en día los cirujanos se lavan las manos antes de asistir en un parto o antes de una intervención quirúrgica? Por supuesto que sí. No sólo se lavan las manos con jabones antibacterianos sino que también se ponen guantes, gorras, mascarillas, zapatillas y batas (todos esterilizados) para disminuir el riesgo de contagiar al paciente. Además, los médicos se aseguran de que todos los instrumentos quirúrgicos (y hasta la misma sala de operaciones) han sido totalmente desinfectados antes de cada intervención. Es obvio que los médicos ahora reconocen que el doctor Semmelweis decía la verdad, ¿pero cuántos pacientes padecían y morían innecesariamente de infecciones (contraídas en el mismo hospital) por la desgana de algunos de investigar lo que siempre habían creído y practicado? Tanto fue la oposición de los colegas de Semmelweis, ¡que tuvo que abandonar su profesión!

       Más de tres mil años antes del descubrimiento de este buen doctor, la Biblia ya había prevenido a la humanidad contra el peligro del contagio y enseñaba principios tan importantes en el mundo médico moderno como el de la cuarentena para pacientes con enfermedades infecciosas. En los primeros libros de la Biblia, el profeta Moisés transcribió un sistema científicamente comprobado de leyes sanitarias para el pueblo judío[3]. Estos preceptos eran fáciles de entender. Cualquiera que tocara el cuerpo del muerto o el del enfermo fue declarado «inmundo». Poco después, el «inmundo» tenía que lavarse el cuerpo (y hasta su misma ropa) repetidas veces con agua limpia antes de volver a ocupar su lugar en la sociedad.

       Si la examinación de estas tres creencias comunes ha redundado a beneficio de la humanidad, ¿sería difícil creer que una investigación honrada de nuestras convicciones y costumbres religiosas también nos pudiera favorecer de alguna forma? Reconociendo que a veces la mayoría puede estar equivocada, ¿sería sabio creer o practicar algo sólo porque los demás nos han asegurado de que es la verdad? Desde luego que no. La historia nos enseña claramente que es esencial examinar con mucho cuidado lo que hemos aprendido de otros para que no seamos arrastrados por su error. No volvamos a repetir la historia; ¡investiguemos lo que nos han dicho!



[1] Isaías 40:22, La Biblia de las Américas.

[2] Harvey y Marilyn Diamond, Vida Sana (Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1989), p. 20.

[3] Números 19:11-22; Levítico capítulos 13 y 14.

Cuando No Investigamos por Nosotros Mismos

Cuando No Investigamos por Nosotros Mismos

Si usted es como yo, quizá la idea de atravesar velozmente la atmósfera en avión le interese hasta cierto punto, pero es probable que se encuentre un poco más a gusto con sus pies en tierra firme. Lo cierto es que a todos nos gustaría evitar la posibilidad (por muy remota que fuera) de sufrir alguna desgracia en el aire.

       Gracias a Dios, prácticamente todos los vuelos que he emprendido durante mi vida se han desarrollado sin novedad. De hecho, los únicos problemas que se me han presentado han sido los que suelen ocurrir no en el aire sino en la tierra, antes de embarcarme en el avión. Retrasos y vuelos cancelados, por ejemplo, son dos adversarios comunes que me han hecho frente más de una vez. Seguramente todos podemos suponer cuáles serían los sentimientos de los que no han podido llevar a cabo sus proyectos por el descuido de las líneas aéreas. Pero, por desgracia, a veces el viajero mismo tiene la culpa de no poder llegar a su destino a la hora que le corresponde debido a su propia negligencia.

       Así fue el caso mío hace varios años. En aquella ocasión, me atreví a dar una vuelta por Nueva York (con todo mi equipaje) justo horas antes de que saliera mi vuelo del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. Un amigo, con quien había de encontrarme en la ciudad, me convenció de que había suficiente tiempo para dar un paseo y prometió conducirme al tren que me llevaría hasta el aeropuerto. Tras recorrer algunas calles de la «Gran Manzana», me indicó qué línea de tren había de coger, nos despedimos y me subí sin pensarlo dos veces.

       No me habría costado nada detenerme a mirar con cuidado el plano de la ciudad que se encontraba en el tren para asegurarme de que, en realidad, viajaba hacia el aeropuerto. Aun si no hubiera habido mapa, lo más lógico habría sido preguntar a alguien capacitado para decirme cómo llegar a mi destino. Tenía toda la información necesaria a mi alcance para no equivocarme de camino; no obstante, me quedé pegado a mi asiento, contemplando pasivamente lo que sucedía a mi alrededor sin informarme si iba bien o no.

       A pesar de la buena intención de este amigo de señalarme lo que él pensaba ser el camino correcto, antes de que lo supiese, estuve en Alto Manhattan, ¡lejos del aeropuerto! Me había fiado de él sin reserva alguna, pero yo tendría que aceptar las consecuencias de esa decisión. Aquella noche, perdí el avión que había de llevarme a Madrid y me sería necesario pasar otro día en Nueva York.

       Mis planes no se realizaron tal como yo esperaba a causa de mi propia negligencia. Puede que el lector se pregunte: «¿No es culpable el que dio información errónea?» La verdad es que los dos fuimos culpables; él, por haberme señalado un camino que no llegó al destino prometido y yo, por haber cogido ese camino sin investigar por mí mismo si me conduciría a lo que esperaba.

       Esta anécdota sencilla me hace reflexionar sobre cómo la gran mayoría de las personas religiosas en el mundo aceptan –sin pensarlo dos veces– las creencias que han recibido de sus padres u otros. Tienen a su alcance toda la información necesaria para no equivocarse de camino, pero, en vez de cuestionar las enseñanzas de los demás, se las traga como «ruedas de molino». Por supuesto, tienen una Biblia en casa, pero no se atreven a retirarla de su lugar inalterable en la estantería o en su mesita de noche. Y allí sigue, el «mapa» divino, patrimonio de todo viajero humano, esperando pacientemente que alguna alma hojee sus páginas polvorientas y siga sus indicaciones infalibles al único destino del cristiano fiel.

       Equivocarse de tren ciertamente tiene sus inconveniencias temporales, pero errarnos de camino en temas religiosos influirá negativamente en nuestro destino durante toda la eternidad. Los ácaros (aquellos insectos microscópicos encontrados en el polvo) no son capaces de investigar la palabra de Dios, pero usted sí. ¿Por qué no rompe con la tradición de millones y lee la Biblia por sí mismo para saber si va por buen camino o no? ¡Sea usted diferente de la mayoría! Busque a Dios con todo su ser… y Él le llevará al destino prometido.

La Necesidad de Buscar

La Necesidad de Buscar

La necesidad de buscar la verdad es aplicable a todo lo que realmente nos importa en esta vida. Hay astrónomos, por ejemplo, que persiguen insistentemente los secretos de las estrellas porque anhelan saber el origen del universo. Hay investigadores que pasan toda su vida «pegados» al microscopio porque desean descubrir una cura definitiva para las enfermedades que siguen amenazando al hombre. Hay historiadores y arqueólogos que registran con minuciosidad toneladas de libros y tierra porque aspiran a conocer un poco más acerca de las gentes y civilizaciones que nos han precedido.

       Se deduce, pues, que también debe de haber personas en el mundo que, en medio de tanta confusión religiosa, anhelan saber la verdad acerca de Dios. A lo largo de su vida los tales se preguntan:

¿Cuál es mi verdadero
propósito en la tierra?

¿Qué es lo que me pasará
después de la muerte?

¿Cómo puedo estar seguro
de que estoy bien con Dios?

       ¿Nunca ha hecho usted semejantes preguntas? Si es así, recuérdese que, como en los ejemplos mencionados arriba, las respuestas a las preguntas del hombre no caen automáticamente del cielo sin que tenga que hacer nada para encontrarlas. Dios ha hecho la vida de tal manera que para conocer la verdad acerca de los asuntos que nos interesan, primero es necesario BUSCARLA. Asimismo, para conocer la verdad acerca de Dios y nuestro verdadero propósito en la tierra, la Biblia dice:

«Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá»[1].

       Las palabras «pedid, buscad, y … llamad» están en tiempo presente e indican acción contínua[2]. En otras palabras, el conocimiento verdadero de Dios es solamente para los que SIGUEN pidiendo, buscando y llamando. Los tales siempre están dispuestos a comprobar las evidencias que están a su alcance y no cerrar sus oídos, ojos y corazón si estas evidencias no coinciden con lo que siempre han creído y practicado. Por contraste, aquel que no sigue pidiendo, no recibirá; el que no busca, no encontrará; y al que no llama, no se le abrirá.

       Para que nuestra búsqueda de la verdad sea fructuosa, también es preciso tener un deseo intenso de hacer la voluntad de Dios sobre todas las cosas. En cierta ocasión Jesucristo dijo:

«Si alguien se decide a hacer la voluntad de Dios, descubrirá si mi enseñanza viene de Dios o si hablo por mi propia cuenta»[3].

       Entienda o no una persona la verdad «no depende solamente de su inteligencia, sino también de su disposición de hacer la voluntad de Dios»[4]. Muchos no llegan al conocimiento verdadero de Dios, no porque no lo estén buscando, sino porque lo buscan «a su manera» o según lo que siempre han creído y practicado. En vez de conformarse a la voluntad de Dios, éstos quieren hacer que la voluntad de Dios se ajuste a su forma de ver las cosas o que esté de acuerdo con la creencia y religión que han recibido de sus padres u otros. Pero Jesucristo nos dice que solamente hay una manera de saber que estamos en la verdad:

«Si guardáis siempre mis palabras, sois de veras mis discípulos; entonces conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»[5].

       Las «palabras» a las cuales se refiere Jesús se encuentran en las páginas del Nuevo Testamento. Solamente una investigación justa de estas palabras, respaldada por una actitud sincera y sin prejuicios, nos puede librar de las cadenas del pecado y de la ignorancia.



[1] Mateo 7:7,8, Versión Reina-Valera (Revisión 1960).

[2] Francisco Lacueva, Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español (Barcelona: Libros CLIE, 1984), p.24.

[3] Juan 7:17, Nueva Versión Internacional.

[4] Wayne Partain, Notas Sobre El Evangelio De Juan (San Antonio, Texas: 1995), p. 67.

[5] Juan 8:31,32, Ediciones Paulinas, 7ª edición.

El Creer en Jesús Para Ser Salvo

El Creer en Jesús Para Ser Salvo

¡NO EQUIVALE A «CREER SOLAMENTE»! 

 

  • El hombre llega a ser hijo de Dios «por la fe en Cristo Jesús» cuando obedece al Señor en el bautismo (Gálatas 3:26,27). Es verdad que el pecador es justificado «por la fe» (Gálatas 3:24), pero por una fe obediente y activa y no por la «fe solamente» (un simple estado mental).
  • Lo que realmente vale: «la fe que obra por el amor» (Gálatas 5:6).
  • El hombre es «libertado del pecado» (Romanos 6:18) cuando obedece de corazón a «aquella forma de doctrina», o sea, la enseñanza con respecto al bautismo y su papel en la salvación del hombre (Romanos 6:17, 37).
  • La predicación del verdadero evangelio de Cristo «se ha dado a conocer a todas las gentes para que obedezcan a la fe» (Romanos 16:26; 1:5). Hechos 6:7 nos dice: «…también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe«. Dios quiere que «toda las gentes» obedezcan TODAS las condiciones que Él ha establecido para que el hombre se salve y no «creer solamente».
  • En Hechos 2:44, «los que habían creído» eran los mismos que habían sido bautizados (versículo 41).
  • En Hechos 8:12, «…cuando creyeron a Felipe … se bautizaban hombres y mujeres»
  • En Hechos 16:33,34, el carcelero de Filipos «…se bautizó … y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios»
  • En Hechos 18:8, «…Crispo … creyó » lo cual incluyó el haber sido «bautizado» por el apóstol Pablo (1ª Corintios 1:14)
  • Los demonios «creen solamente» pero no están salvos (Santiago 2:19). ¿Por qué no? ¡Porque su «fe» no les conduce a obedecer a Dios! Los demonios «creen» pero no tienen vida eterna. Es más, aun creen que Jesús es el Hijo de Dios (Mateo 8:29; le conocen, Marcos 1:34; 5:7) ¡pero rehusan obedecerle! Esto significa que «el creer» en Dios es mucho más que la aceptación mental de algún hecho.
  • «La fe sin obras está muerta« (Santiago 2:20,26).
  • Jesús «es autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Hebreos 5:9). Para llegar a ser cristiano (o sea, para recibir la salvación que es en Cristo) es necesario obedecer y no «creer solamente».
  • El hombre purifica su alma «por la obediencia» a la verdad (1ª Pedro 1:22).

¿Quiénes son los que «creen en Jesús» de verdad?  

  • «El que cree» en Jesús para vida eterna (Juan 6:47) es el mismo que hace lo que Jesús manda, lo cual incluye el arrepentimiento (Hechos 17:30); la confesión (Romanos 10:9,10; Hechos 8:36,37) y; el bautismo «para perdón de los pecados» (Marcos 16:16; Hechos 2:38) como condiciones previas a la salvación.
  • «Aquel que en él cree» (Juan 3:16) es el mismo que se arrepiente, confiesa su fe en Jesús y se bautiza «para perdón de los pecados» (Hechos 2:38). Algunos afirman que «si una persona no se bautiza pero cree en Jesús, no se pierde…»; sin embargo, ¡el apóstol Pedro dice que el bautismo es necesario «para perdón de los pecados»! Está claro que el que no se bautiza para este fin todavía está perdido porque aún no se han lavado sus pecados (Hechos 22:16). Si uno rehusa bautizarse «para perdón de los pecados», tal persona no cree en Jesús porque la fe que salva incluye el bautismo.
  • «Los que tienen fe en Jesús» (Romanos 3:26, Nueva Versión Internacional) son los mismos que han sido «sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo» (Romanos 6:35). Dios «justifica» (Romanos 3:26) a los tales cuando su cuerpo de pecado es destruido en el bautismo (Romanos 6:6,7) y no sin este acto de obediencia. ¡La fe verdadera no equivale a «creer solamente»!
  • «Toda aquel que cree» (Romanos 1:16) es el mismo que demuestra su «obediencia a la fe» (Romanos 1:5; 16:26) al obedecer TODAS las condiciones que Dios ha establecido para la salvación, las cuales incluyen el bautismo. La obediencia y la fe son dos cosas inseparables. Por ejemplo, vemos que el apóstol Pablo alaba a los romanos diciéndoles: «…vuestra fe se divulga por todo el mundo» (Romanos 1:8). Pero en Ro. 16:19 les dice que «…vuestra obediencia ha venido a ser notoria a todos…»
  • «Con el corazón se cree para justicia…» (Romanos 10:10) cuando tal persona obedece «de corazón a aquella forma de doctrina» (el bautismo, Romanos 6:17, 37) y libertado del pecado, viene a ser «siervo de la justicia» (Romanos 6:18).
  • Los que son «guardados por el poder de Dios mediante la fe» (1ª Pedro 1:5) son los mismos que habían sido «elegidos … para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (versículo 2). Uno recibe los beneficios de la sangre de Jesús en el bautismo y no sin este acto de obediencia (Hechos 2:41,47; 20:28.)
¿Invalidamos la Gracia de Dios Porque Decimos que es Necesario Bautizarse?

¿Invalidamos la Gracia de Dios Porque Decimos que es Necesario Bautizarse?

Cuando la fe del hombre pecador le impulsa a obedecer a Dios en el bautismo, en este instante –y no sin este acto– se salva. Pero, ¿qué de la gracia de Dios? ¿Anulamos la gracia de Dios (como alegan algunos) porque decimos que es necesario bautizarse para ser salvo? Veamos un texto (Efesios 2:8,9) usado a menudo por ellos en contra de la necesidad del bautismo para ser salvo:

«Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.»

       Dicen muchos que el bautismo es una obra y, ya que somos salvos «no por obras», deducen que no es necesario bautizarse para ser salvo. Tienen razón al decir que el bautismo es una obra; sin embargo, el bautismo no está bajo consideración en estos versículos, como veremos más adelante. Pero, ¿es el bautismo enseñado en las Escrituras una obra por la cual el hombre «gana» la salvación, así invalidando la gracia de Dios? Para contestar esta pregunta, hagamos otra: ¿es el creer enseñado en las Escrituras una obra por la cual el hombre «gana» la salvación, así invalidando la gracia de Dios? Por supuesto que no. Por tanto, el que cree y se bautiza para perdón de los pecados no excluye la gracia de Dios sino que depende totalmente de ella.  

       Aunque la gracia de Dios enseña al hombre perdido a creer y bautizarse para ser salvo (Tito 2:11,12; Marcos 16:16; Hechos 2:38), Jesús sigue siendo el medio de la salvación y no el hombre. La salvación sigue siendo «por gracia». Esto quiere decir que las obras bajo consideración en Efesios 2:9 no son las que Dios ha establecido para que el hombre se salve, sino las obras de los que piensan salvarse sin Cristo, o por su propia justicia. El hombre pecador no puede proporcionar la salvación a sí mismo aparte del sacrificio de Jesucristo porque no puede morir por sus propios pecados. No puede crear ningún sistema humano de justicia por el cual efectuar su salvación. Por esto, en Tito 3:5 Pablo nos dice que:

«nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo»

       «El lavamiento de la regeneración y… la renovación en el Espíritu Santo» es otra forma de describir el nacimiento «de agua y del Espíritu», Juan 3:5. Uno se regenera o se renueva cuando su fe le impulsa a obedecer las condiciones enseñadas por el Espíritu Santo para que el hombre se salve, las cuales incluyen el arrepentimiento y el bautismo «para perdón de los pecados» (Hechos 2:38). Uno nace del Espíritu cuando obedece lo que el Espíritu enseña con respecto a la salvación del hombre.

       Al decir que «sois salvos… no por obras» (Efesios 2:8,9), Pablo no se refiere a las obras mandadas por Dios para que el hombre se salve, las cuales incluyen el creer (Juan 6:29; 8:24); el arrepentimiento (Hechos 17:30); la confesión (Mateo 10:32,33; Romanos 10:10; Hechos 8:36,37) y; el bautismo «para perdón de los pecados» (Marcos 16:16; Hechos 2:38). Una prueba de esto se ve en lo que Jesús dijo a una gran multitud que le seguía en Juan 6:29.

«…Esta es la obra de Diosque creáis en el que él ha enviado.»

       Aquí vemos que el creer es una «obra»; pero no es una obra inventada por el hombre sino una que Dios ha establecido para el hombre. Es necesario que el hombre crea en Cristo para ser salvo (Juan 3:36; 8:24) porque así lo ha mandado Dios. Por esto, Pablo dice que «por gracia sois salvos por medio de la fe«. La fe que salva es la que le impulsa al hombre a obedecer las condiciones que el Señor ha establecido para que el hombre se salve. Aunque Dios manda al hombre creer para ser salvo, esta obra no invalida la gracia de Dios; la fuente de la salvación sigue siendo Dios y no los hombres. El hombre no tiene de qué gloriarse (Efesios 2:9) por el simple hecho de que cree porque:

1)el creer no es una obra de su propia invención;

2)el creer, de por sí, no salva al hombre sino la muerte de Cristo cuando el hombre obedece esta condición.

       Esto quiere decir que la obra de creer no está bajo consideración en Efesios 2:9, sino las obras de los que piensan salvarse sin Cristo, o por su propia invención y justicia. ¡El creer en Cristo no anula la gracia de Dios, aunque es una «obra»!

       El arrepentimiento, la confesión y el bautismo también son necesarios para que el hombre sea salvo «por gracia… por medio de la fe» porque la fe que salva es la que incluye todas estas cosas. Además, son esenciales para ser salvo porque, tal como en el caso del creer, son obras de Dios, o sea, obras que Dios ha establecido para el hombre para que sea salvo. Como ya hemos visto en el caso de la obra de creer, aunque el hombre tiene que creer, arrepentirse, confesar su fe en Cristo y bautizarse para perdón de los pecados, el medio de la salvación sigue siendo Jesús y no los hombres. El hombre no tiene de qué gloriarse (Efesios 2:9) al obedecer estos mandamientos para ser salvo porque:

1)el arrepentimiento, la confesión y el bautismo no son obras de su propia invención;

2)ninguna de estas cosas, de por sí, salvan al hombre sino la muerte de Cristo cuando el hombre obedece estas obras que Dios ha establecido para el hombre;

3)Esto quiere decir que estas obras no están bajo consideración en Efesios 2:9, sino las obras de los que piensan salvarse sin Cristo, o por su propia invención y justicia.

       ¡La necesidad de obedecer una obra mandada por Dios para que el hombre se salve no anula la gracia de Dios!  

       Si alguien le dice que usted no tiene que ser bautizado para ser salvo porque tal obra anularía la gracia de Dios, entonces tampoco debe creer porque el creer también es una obra (Juan 6:29). La verdad es que ni el creer ni el bautismo anulan la gracia de Dios. ¡La salvación sigue siendo «por gracia»! Aunque el hombre tiene que creer y bautizarse para ser salvo (Marcos 16:16), no puede reclamar a Dios que ha ganado o que merece la salvación a base de estas cosas. No puede hacer esta reclamación porque no hay nadie –absolutamente nadie– que haya sido tan justo como para merecer el cielo sin el sacrificio de Jesucristo (Romanos 3:23,24). Cristo murió por los impíos; por los pecadores; por los enemigos de Dios y no porque mereciéramos ser salvos (Romanos 5:610). El que rehusa bautizarse para perdón de los pecados rechaza la gracia de Dios porque el bautismo es parte del plan de Dios para redimir al hombre y concederle los beneficios de la muerte de su Hijo.