¡Cristo Primero en Todo!

¡Cristo Primero en Todo!


Al investigar las páginas del Nuevo Testamento, no se puede pasar por alto el hecho de que los hombres y mujeres fieles de la antigüedad ponían 
a CRISTO en primer lugar en sus vidas, no a Pablo, ni a Pedro, ni a María, ni a ninguna alianza sectaria[1]. Esta lealtad inquebrantable a Cristo, sin duda alguna, ¡es la característica más sobresaliente del cristianismo puro!

       El verdadero «cristiano» cree firmemente que su Maestro es el único digno de ocupar este lugar tan importante porque es el único que murió para salvar del pecado a todo aquel que Le obedezca[2]. A Jesús se le considera como el mayor Amigo de todo ser humano porque…

«Nadie tiene amor más grande que éste: que uno dé la vida por sus amigos»[3].

       Aunque Pablo, Pedro, María, etc. se presentan en el Nuevo Testamento como siervos fieles de Dios, el cristianismo puro jamás concede tanta importancia a éstos como a Cristo…

«Porque hay … UN SOLO MEDIADOR entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos…»[4].

       De acuerdo con esta enseñanza fundamental de la Biblia, el verdadero «cristiano» tiene a Cristo como el eje de toda su vida. El sabe que sólamente Cristo (y no María) es merecedor de su devoción entera, puesto que Jesús mismo dijo:

«El que sabe y obedece mis mandamientos, demuestra que de veras me ama … El que me ama, hace caso de lo que yo digo; y mi Padre le amará, y mi Padre y yo vendremos a vivir con él»[5].

       El verdadero «discípulo» de Cristo desea fervientemente instruirse a los pies del Maestro. La palabra «discípulo» (o «discípulos») se encuentra 269 veces en el Nuevo Testamento. Significa literalmente «un aprendiz…; de ahí, denota a uno que sigue la enseñanza de otro»[6]. Pero hay otro concepto relacionado con esta palabra que a veces es olvidado. «Un discípulo no es meramente uno que aprende, sino un PARTIDARIO; de ahí que se les mencione como IMITADORES de su maestro…»[7]. El discípulo es un estudiante que PONE POR OBRA lo que aprende en su vida diaria. Jesús mismo dijo:

«Si vosotros permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos»[8].

       La palabra «permanecéis» es verbo de acción. El verdadero «discípulo» es un aprendiz activo que no solamente oye las enseñanzas del Maestro sino que también «permanece» en ellas, o sea las PONE EN PRÁCTICA en cada faceta de su vida cotidiana[9]. Lo que hace que él sea «cristiano» es su buena disposición de darle a Cristo el primer lugar en todo.

¿Es Cristo primero
en la vida de usted?



[1] Hechos 4:13,18-20; 5:29; 21:13; Gálatas 2:20; 6:14; Filipenses 1:21; 3:8; 1 Tesalonicenses 1:6-10; etc.

[2] Romanos 3:23; Hechos 4:12; 1 Corintios 3:11; Hebreos 5:8,9.

[3] Juan 15:13, Nueva Versión Internacional.

[4] 1 Timoteo 2:5,6, Reina-Valera (Revisión 1960).

[5] Juan 14:21-23, Dios Habla Al Hombre

[6] W.E. Vine, Diccionario Expositivo De Palabras Del Nuevo Testamento, vol. 1, p. 452.

[7] Ibid.

[8] Juan 8:31, La Biblia De Las Américas.

[9] Colosenses 3:17

¿Cuál es Su Actitud con Respecto a lo que Otros Le Han Dicho?

¿Cuál es Su Actitud con Respecto a lo que Otros Le Han Dicho?

       En el curso de nuestra vida, usted y yo decidimos coger un camino determinado a consecuencia de lo que otros nos han enseñado, sean familiares, amigos, profesores de escuela, sacerdotes, pastores, predicadores, etc. Poco a poco nuestras convicciones se van cristalizando por medio de este aprendizaje e influyen en todo lo que pensamos y hacemos. (Aun los inventores más grandes de la historia nos habrían dejado sin nuevos descubrimientos si no hubiese sido por el conocimiento que adquirieron de sus predecesores.) En fin, no hay nadie sobre la faz de la tierra que no haya aprendido de otro, o por palabra o por ejemplo, y esta norma de la vida se aplica sobre todo a la religión.

       Nuestras convicciones religiosas se asemejan a los ladrillos de una casa. A medida que vayamos aprendiendo de otros, le ponemos más ladrillos, a veces sustituyendo los antiguos por otros nuevos cuando cambiamos de opinión en cuanto a alguna creencia. Aun los que niegan creer en Dios o en la religión organizada construyen su casa a base de principios y normas de conducta que han adquirido de otros de creencias parecidas. ¿Cuál es SU actitud con respecto a lo que otros le han dicho a usted? Hay por lo menos tres posibles respuestas a esta pregunta:

1. Puede aceptar lo que le han dicho sin investigarlo por sí mismo. Tanto el religioso como el ateo se pueden hallar en esta categoría por rehusar averiguar por sí mismos lo que han aprendido de los demás. Los tales adoptan a ciegas ideas y costumbres de otros y nunca las ponen en duda.

2. Puede rechazar lo que le han dicho sin querer saber la verdad del asunto. Muchos desconfían de lo que los maestros religiosos les han enseñado pero no se esfuerzan por aclarar sus dudas. Los tales son indiferentes o pasivos.

3. Puede investigar lo que le han dicho antes de aceptar o rechazarlo. Los tales no dejan de buscar y preguntar hasta que hayan encontrado argumentos sólidos para sus creencias, los cuales se basan en evidencias seguras.

¿En cuál de estas tres categorías
se encuentra usted?

Cuando No Investigamos por Nosotros Mismos

Cuando No Investigamos por Nosotros Mismos

Si usted es como yo, quizá la idea de atravesar velozmente la atmósfera en avión le interese hasta cierto punto, pero es probable que se encuentre un poco más a gusto con sus pies en tierra firme. Lo cierto es que a todos nos gustaría evitar la posibilidad (por muy remota que fuera) de sufrir alguna desgracia en el aire.

       Gracias a Dios, prácticamente todos los vuelos que he emprendido durante mi vida se han desarrollado sin novedad. De hecho, los únicos problemas que se me han presentado han sido los que suelen ocurrir no en el aire sino en la tierra, antes de embarcarme en el avión. Retrasos y vuelos cancelados, por ejemplo, son dos adversarios comunes que me han hecho frente más de una vez. Seguramente todos podemos suponer cuáles serían los sentimientos de los que no han podido llevar a cabo sus proyectos por el descuido de las líneas aéreas. Pero, por desgracia, a veces el viajero mismo tiene la culpa de no poder llegar a su destino a la hora que le corresponde debido a su propia negligencia.

       Así fue el caso mío hace varios años. En aquella ocasión, me atreví a dar una vuelta por Nueva York (con todo mi equipaje) justo horas antes de que saliera mi vuelo del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. Un amigo, con quien había de encontrarme en la ciudad, me convenció de que había suficiente tiempo para dar un paseo y prometió conducirme al tren que me llevaría hasta el aeropuerto. Tras recorrer algunas calles de la «Gran Manzana», me indicó qué línea de tren había de coger, nos despedimos y me subí sin pensarlo dos veces.

       No me habría costado nada detenerme a mirar con cuidado el plano de la ciudad que se encontraba en el tren para asegurarme de que, en realidad, viajaba hacia el aeropuerto. Aun si no hubiera habido mapa, lo más lógico habría sido preguntar a alguien capacitado para decirme cómo llegar a mi destino. Tenía toda la información necesaria a mi alcance para no equivocarme de camino; no obstante, me quedé pegado a mi asiento, contemplando pasivamente lo que sucedía a mi alrededor sin informarme si iba bien o no.

       A pesar de la buena intención de este amigo de señalarme lo que él pensaba ser el camino correcto, antes de que lo supiese, estuve en Alto Manhattan, ¡lejos del aeropuerto! Me había fiado de él sin reserva alguna, pero yo tendría que aceptar las consecuencias de esa decisión. Aquella noche, perdí el avión que había de llevarme a Madrid y me sería necesario pasar otro día en Nueva York.

       Mis planes no se realizaron tal como yo esperaba a causa de mi propia negligencia. Puede que el lector se pregunte: «¿No es culpable el que dio información errónea?» La verdad es que los dos fuimos culpables; él, por haberme señalado un camino que no llegó al destino prometido y yo, por haber cogido ese camino sin investigar por mí mismo si me conduciría a lo que esperaba.

       Esta anécdota sencilla me hace reflexionar sobre cómo la gran mayoría de las personas religiosas en el mundo aceptan –sin pensarlo dos veces– las creencias que han recibido de sus padres u otros. Tienen a su alcance toda la información necesaria para no equivocarse de camino, pero, en vez de cuestionar las enseñanzas de los demás, se las traga como «ruedas de molino». Por supuesto, tienen una Biblia en casa, pero no se atreven a retirarla de su lugar inalterable en la estantería o en su mesita de noche. Y allí sigue, el «mapa» divino, patrimonio de todo viajero humano, esperando pacientemente que alguna alma hojee sus páginas polvorientas y siga sus indicaciones infalibles al único destino del cristiano fiel.

       Equivocarse de tren ciertamente tiene sus inconveniencias temporales, pero errarnos de camino en temas religiosos influirá negativamente en nuestro destino durante toda la eternidad. Los ácaros (aquellos insectos microscópicos encontrados en el polvo) no son capaces de investigar la palabra de Dios, pero usted sí. ¿Por qué no rompe con la tradición de millones y lee la Biblia por sí mismo para saber si va por buen camino o no? ¡Sea usted diferente de la mayoría! Busque a Dios con todo su ser… y Él le llevará al destino prometido.

La Necesidad de Buscar

La Necesidad de Buscar

La necesidad de buscar la verdad es aplicable a todo lo que realmente nos importa en esta vida. Hay astrónomos, por ejemplo, que persiguen insistentemente los secretos de las estrellas porque anhelan saber el origen del universo. Hay investigadores que pasan toda su vida «pegados» al microscopio porque desean descubrir una cura definitiva para las enfermedades que siguen amenazando al hombre. Hay historiadores y arqueólogos que registran con minuciosidad toneladas de libros y tierra porque aspiran a conocer un poco más acerca de las gentes y civilizaciones que nos han precedido.

       Se deduce, pues, que también debe de haber personas en el mundo que, en medio de tanta confusión religiosa, anhelan saber la verdad acerca de Dios. A lo largo de su vida los tales se preguntan:

¿Cuál es mi verdadero
propósito en la tierra?

¿Qué es lo que me pasará
después de la muerte?

¿Cómo puedo estar seguro
de que estoy bien con Dios?

       ¿Nunca ha hecho usted semejantes preguntas? Si es así, recuérdese que, como en los ejemplos mencionados arriba, las respuestas a las preguntas del hombre no caen automáticamente del cielo sin que tenga que hacer nada para encontrarlas. Dios ha hecho la vida de tal manera que para conocer la verdad acerca de los asuntos que nos interesan, primero es necesario BUSCARLA. Asimismo, para conocer la verdad acerca de Dios y nuestro verdadero propósito en la tierra, la Biblia dice:

«Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá»[1].

       Las palabras «pedid, buscad, y … llamad» están en tiempo presente e indican acción contínua[2]. En otras palabras, el conocimiento verdadero de Dios es solamente para los que SIGUEN pidiendo, buscando y llamando. Los tales siempre están dispuestos a comprobar las evidencias que están a su alcance y no cerrar sus oídos, ojos y corazón si estas evidencias no coinciden con lo que siempre han creído y practicado. Por contraste, aquel que no sigue pidiendo, no recibirá; el que no busca, no encontrará; y al que no llama, no se le abrirá.

       Para que nuestra búsqueda de la verdad sea fructuosa, también es preciso tener un deseo intenso de hacer la voluntad de Dios sobre todas las cosas. En cierta ocasión Jesucristo dijo:

«Si alguien se decide a hacer la voluntad de Dios, descubrirá si mi enseñanza viene de Dios o si hablo por mi propia cuenta»[3].

       Entienda o no una persona la verdad «no depende solamente de su inteligencia, sino también de su disposición de hacer la voluntad de Dios»[4]. Muchos no llegan al conocimiento verdadero de Dios, no porque no lo estén buscando, sino porque lo buscan «a su manera» o según lo que siempre han creído y practicado. En vez de conformarse a la voluntad de Dios, éstos quieren hacer que la voluntad de Dios se ajuste a su forma de ver las cosas o que esté de acuerdo con la creencia y religión que han recibido de sus padres u otros. Pero Jesucristo nos dice que solamente hay una manera de saber que estamos en la verdad:

«Si guardáis siempre mis palabras, sois de veras mis discípulos; entonces conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»[5].

       Las «palabras» a las cuales se refiere Jesús se encuentran en las páginas del Nuevo Testamento. Solamente una investigación justa de estas palabras, respaldada por una actitud sincera y sin prejuicios, nos puede librar de las cadenas del pecado y de la ignorancia.



[1] Mateo 7:7,8, Versión Reina-Valera (Revisión 1960).

[2] Francisco Lacueva, Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español (Barcelona: Libros CLIE, 1984), p.24.

[3] Juan 7:17, Nueva Versión Internacional.

[4] Wayne Partain, Notas Sobre El Evangelio De Juan (San Antonio, Texas: 1995), p. 67.

[5] Juan 8:31,32, Ediciones Paulinas, 7ª edición.